06 noviembre 2008

José Leoncio Domínguez Torres: Cuando el río era angosto

Sin lamentarse por el tiempo que se fue, ha visto la transformación de Guayaquil desde la isla Santay, donde nació. En su canoa y con su canalete se atreve por el Guayas.


Tomado de El Telégrafo, Primer Diario Público del Ecuador, edición del 6 de Noviembre del 2008
Datos

Tiene 68 años, nació en la isla Santay y ahí se crió. Sus padres eran Juan Domínguez Cruz y Rosa Torres Quimí y llegaron a la isla desde Chanduy, Santa Elena. Está casado con Elsa Rodríguez Zambrano y tiene tres hijos, dos varones y una mujer; también ocho nietos, uno de ellos con leucemia.

No conoció a sus abuelos y dice que su madre nació en Cerecita. Su hija Verónica, de 33 años, también vive en la Santay. Sus otros hijos residen en el recinto La Unión, Durán y en Guayaquil. Su casa es una donación del Miduvi y la Fundación Malecón 2000, la construyó hace tres años.

Su canoa se llama Dichosa y él mismo la construyó con madera de la isla, guachapelí. No usa motor porque los piratas se los roban. Cuando era muchacho aprendió a trabajar la madera mirando a los maestros que laboraban en las haciendas ganaderas de la Santay. Él y su padre también se emplearon ahí.

Los fines de semana trabaja como guía turístico de los senderos donde los visitantes pueden acampar; le pagan 15 centavos por esta labor. También recibe dos dólares por transportar desde Guayaquil a la profesora que enseña en la isla. Su esposa es la presidenta de la asociación de residentes.

Las manos de don José son duras; con uñas como garras. Aparecen poderosas y maltratadas. En ellas está el canalete que entra fuerte en el agua gris del río Guayas, y en su rostro envejecido, hay algo indefinible, en esa tez tiznada con tinte cobrizo, donde se aprecia la mezcla de sangre del habitante costeño que muchos llaman cholo.

A cualquiera le produce cierto temor aventurarse en una canoa. Sin embargo, guardando un profundo respeto por el río, este hombre que habita la isla Santay desde hace 68 años, bate el agua cadenciosamente con su remo. La canoa avanza lenta, pero firme, de vez en cuando alguna ola la bambolea un poco, mas él no se inmuta: hunde el canalete recio y sigue sin mirar atrás.

Son sus recuerdos los que observan el pasado y lo convierten en materia para la palabra de esta tarde. Ha visto crecer Guayaquil desde la otra orilla. También desde su trajinar por La vieja molienda, La garrapata, El cholo Lima, El pana; lugares del barrio Cuba, que era el último al sur del puerto; tampoco olvida sus andanzas por el Callejón de la Muerte cerca del camal; y las noches cuando era joven. “En esa época el río Guayas era angostito. Ponía la ropa adelante en una boya y me tiraba a nadar para cruzarlo”, dice con voz anhelante.

Su relato avanza con la corriente. En ese tiempo no había casas, solo arrabales y un estero. Los habitantes de la isla Santay se embarcaban desde una piladora de arroz llamada Guayaquil, cuyo propietario tenía una hacienda en la isla. Antes de que los terrenos fueran expropiados por el Banco de la Vivienda, y que la Santay sea administrada por la Fundación Malecón 2000, existían algunas haciendas ganaderas. Cuando tuvo edad para trabajar se unió a su padre en las labores de la hacienda Puntilla; otras eran San Francisco, Matilde, La Pradera, La Florencia. Cuando se fueron los hacendados también se marchó el trabajo.

“En esa época el río Guayas era angostito.
Ponía la ropa adelante en una boya y
me tiraba a nadar para cruzarlo”

Siempre vivieron libres. Edificaban sus viviendas donde les parecía mejor. El único cuidado que tenían era de no hacerlas muy cerca de la orilla del río porque en invierno se desborda arrastrando las construcciones. “A los 35 años me fui a vivir con mi señora y construí mi propia casa con madera de la isla”, explica.

Cuenta que cuando hay buena marea sale por las noches a ‘trasmallar’. “Subo hasta el puente de Durán y vuelta bajo con la marea”, comenta, “algunas veces pesco corvinas hasta de diez libras. También cojo bagres, pero no siempre, porque la pesca está escasa. Cada año es peor, no entran los peces para acá cerca, antes había buen pescado”. La narración lo traslada a una época en que Guayaquil no estaba tan poblada. Cuando no había mucha bulla ni tanta contaminación. Sus ojos se fijan en Industrial Molinera, la primera construcción grande que recuerda de su juventud.

“En tiempo de escasez nos pagan a 1,80 dólar la libra de corvina y cuando hay mucha a 1.40 ó 1,50”. Dice que le vende a un comerciante minorista del mercado Caraguay, que le presta dinero si no tiene para la comida, y luego descuenta con la pesca.

Cuando el Banco de la Vivienda se encargó pusieron tres guardianes, que no permanecieron ni un año en la isla. De pronto empezaron a llegar desconocidos que talaban los árboles y hacían desmontes en cualquier lado; eso continuó hasta cuatro años atrás, en que todavía hacían carbón con la madera de Santay. Cree que muchas de las casas del Guasmo se hicieron con los árboles de la isla. Ahora no se tala, porque la isla está protegida como humedal.

Todos los habitantes se conocen, desde el nombre, el apodo y hasta las señas particulares. Son 200 personas que se dividen en 45 familias; los apellidos tradicionales son Achote, Parrales, Domínguez, Medina, Cruz. Llevan una vida tranquila, a pesar de no tener electricidad y padecer otras privaciones; ellos se encomiendan a San Jacinto cuando celebran sus fiestas. Don José se alumbra con generador prestado, tiene que comprar un galón de gasolina, por el que paga dos dólares cada tres días, para disfrutar de esa energía. Antes se iluminaba con candil o con un foco conectado a una batería de carro, pero ya ni eso. Dice que cuando mueren los entierran en Durán por costumbre, ya que la Santay pertenece a ese cantón. Después: solo alejarse con su canoa por el río, que ahora es ancho como la mirada del canoero.
Francisco Santana

fsantana@telegrafo.com.ec
Retratista - Guayaquil

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