01 septiembre 2016

Benito Parrales, el lagartero de la Isla Santay

Por Jéssica Zambrano

Benito Parrales sostiene sobre su hombro a un cocodrilo de 1,75 metros, unos centímetros más de lo que él mide. Simula haber logrado una hazaña, mantener a 12 cocodrilos quietos, seguro lo es. Entonces los venda y les amarra el hocico. Demuestra que no les tiene miedo porque crecieron con él. A pesar de eso, ya no juega de la misma manera porque “los animales han crecido”.

Su historia con estos reptiles empezó hace 10 años, cuando los 11 cocodrilos que habitan en la Isla Santay nacieron en el Parque Histórico. El personal de la Fundación Malecón 2000, que en ese entonces manejaba la Isla, construyó un hábitat para que sean parte de la escena turística del lugar.

Cuando llegaron a la Santay, Benito presentó su hoja de vida para cuidarlos. Uno de los requisitos, además de pasar por una estricta capacitación, era no enfrentar ninguna enfermedad: ¡aprobado! “Yo los crié y los sigo manteniendo”, dice Benito. Los guardabosques que ahora cohabitan la Santay, como parte del manejo que ahora tiene en la Isla el Ministerio de Ambiente, también los alimentan, pero no tienen el estilo de Benito.

Son las 7:00 del tercer día de la semana. En la calle El Oro, al sur de Guayaquil, hay una cola de vehículos peleándose por el espacio. Hacia el oeste, a 30 minutos en bicicleta sobre el puente que conduce a la Isla, se encuentra la comunidad. También está el muelle, desde donde sale para ir a pescar. Casi todos los días a la misma hora sube a la lancha que le construyó su hijo, con ella consigue el alimento fresco para su familia y los cocodrilos.

Todos en la Isla Santay saben bien quién es Benito Parrales, pues además de cuidar a los cocodrilos es guía turístico, aunque no habla inglés; también es presidente de una Asociación de Pescadores Artesanales que se conformó hace 4 años. A pesar de que lo llaman ‘el lagartero’, se ha ganado la admiración de todos. Nadie quiere tomar la posta de su trabajo con los cocodrilos y lo quieren de presidente gremial hasta que “no pueda caminar”.

Hoy viste un pantalón azul de casimir, una camisa con cuadros intercalados entre el rojo, el negro y el gris, una gorra y zapatos blancos relucientes. Antes de irse por 2 horas a pescar cuenta su travesía con los cocodrilos.


Los comuneros lo escuchan, una vez más, mientras se sacuden los bichos que se amontonan en la mañana. Benito dice que los cocodrilos necesitan mantenimiento y cuidado. Confiesa que es el único capaz de bajarse a la loza que es parte de su cautiverio para alimentarlos, no lo hace desde fuera como los guardabosques. “Me bajo, los ‘chifleo’, cuando estoy cerca hablando con otros me miran, a ver qué es lo que estoy hablando. Yo no sé si ellos me entiendan, pero ahí está”, dice Benito mientras sonríe y se acomodan las líneas de expresión de su cara, que guardan el color de la tierra mojada

 “¿Si tienen nombre? ¡Uy!... es que en eso todos nos equivocamos —ríe Benito—. Al principio, eran 2 hembras y 8 machos. Así lo había constatado el veterinario una vez que hizo la prueba cuando estaban recién nacidos”. Entonces, para Benito, respondían con el nombre de los compadres del programa Mi Recinto: Compadre Garañón, Dulio, Calavera, Calo, Modesto, Carechancho... Hasta que en el cambio de administración, de la Fundación Malecón 2000 al Ministerio del Ambiente, “nos dimos cuenta que nos habíamos equivocado en todo. Los 11 cocodrilos eran hembras y dejaron de tener nombre”.

Desde mayo, además de enfrentar ‘un cambio de sexo’, los cocodrilos se trasladaron a un nuevo hábitat, que es 3 veces más grande que el primero. Esta, es una gran laguna dividida en 2 con un cerramiento perimetral con pivotes de madera plástica y malla triple galvanizada. A este espacio, llegó también un nuevo miembro, Tone, el único macho y el único que tiene nombre. El reptil de 3 meses viene de Esmeraldas, mide 1,70 m y Benito acusa a su lugar de origen de los problemas que tiene con él, pues a veces obedece y a veces no. Lo más frecuente es ver cómo Tone rechaza la comida porque de seguro “como viene de Esmeraldas ha de querer comer encocao o tapao”, dice Benito.

Por un lado están las hembras y a un costado, el único macho; su convivencia es todo un trajín. “Antes, cuando ocupaban el espacio pequeño, no se peleaban. Acá, se dan duro”, asegura el cuidador. Los biólogos atribuyen los conflictos a una etapa de estrés como consecuencia del traslado.

Benito Parraless es parte de las 56 familias que habitan la comuna de la Isla Santay desde su nacimiento, un 12 de marzo hace 68 años. En la isla están sus hijos y nietos. Vive con su esposa que es cocinera, un hijo y una iguana de 2 años a la que han apodado Panchita.

Sus abuelos, como muchas de las familias que viven en el lugar, llegaron a la Isla desde Santa Elena. Cuando nació, el lugar estaba habitado por 7 haciendas ganaderas de terratenientes, que posteriormente fueron expropiadas. Ellos fueron reconocidos como los primeros comuneros. Creció en una época de abundancia en la isla, que muchos aún recuerdan. La abundancia era tanta, que los lugareños ni siquiera se comían los cangrejos que en cada paseo se metían debajo de las casas. Benito estudió la escuela en la tierra de sus abuelos, pero solo llegó hasta tercer grado. Cuando su padre murió él aún estaba pequeño, tendría unos 13 años, entonces su abuelo lo hizo trabajar.

Como muchos de los habitantes de la isla, aprendió a hacer de todo, desde peón hasta machetero. Su vida en la pesca empezó a los 8 años y los 15 se dedicó al trabajo del banano, fue calificador de guineo y luego estibador en la Autoridad Portuaria en Puerto Nuevo. Después, vivió en Los Ríos. Sembró cacao. Fue futbolista y boxeador.

 En Los Ríos conoció a los exploradores que cazaban cocodrilos; los mataban por la piel. “Todo era plata, hasta el aceite”, dice Benito. Y aunque le pagaban para dar explicaciones sobre el paradero de los cocodrilos, jamás mató uno. Luego de esa experiencia fuera de la Santay, no ha vuelto a irse. En la actualidad, los cocodrilos de la especie Crocodylus acutus, que permanecen en Santay son uno de los principales atractivos turísticos de la isla, considerada un humedal donde habitan, además, diferentes especies de aves y mamíferos como los mapaches y tigrillos.

Según los especialistas, la presencia de los cocodrilos en Santay podría atraer más pájaros y será más fácil observarlos porque estos buscan hacer nidos en árboles cercanos a los reptiles para proteger a sus crías de depredadores. Benito asegura que los cocodrilos de la Isla Santay miden entre 1,70 metros y 2,50 m.

DEBE SABER Muchas personas suelen creer que estos son animales lentos, pero no es así. Aunque por lo general se mueven a un ritmo lento, suelen utilizarlo como ventaja en torno a su presa.

La mayor parte de su alimentación se compone de vertebrados, incluyendo peces.

Tienen un metabolismo lento. Eso significa que pueden pasar sin comer durante una semana.

Estos reptiles no pueden masticar. Por esta razón, cortan la presa, la sacuden y la despedazan. En ocasiones, la arrastran bajo el agua.

Los reptiles de la Isla Santay pertenecen a la especie Crocodylus acutus.

Los cocodrilos suelen consumir rocas. Esto les ayuda a equilibrar su sistema digestivo.

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La isla que se salvó de ser Disneylandia

Por: María Fernanda Mejía

Santay está a menos de un kilómetro de Guayaquil. Hay senderos, aire puro, y la casa de doce cocodrilos.

Foto: andes.info.ec
En esta isla no hay una montaña rusa, ni un carrusel, tampoco están Peter Pan ni los piratas de Nunca Jamás. Cruzando el río Guayas, a menos de un kilómetro de Guayaquil, viven otros personajes fantásticos: mariposas azules, cangrejos violinistas, más de cien especies de aves, plantas y hasta cocodrilos. Aquí está la isla Santay, las dos mil hectáreas de área verde que se salvaron de convertirse en un parque de diversiones tipo Disneylandia, gracias a que en el 2000 fue declarada humedal de importancia internacional, por su aporte al equilibrio biológico de los ecosistemas.

A este paraíso natural rodeado de cinco especies de manglar, se llega de tres maneras desde Guayaquil:

en lancha desde el mercado Caraguay, la forma más común hasta hace seis meses. El recorrido dura cuarenta minutos

a pie, por el puente bascular, que empieza en la calle El Oro. Toma más o menos cuarenta minutos y en el camino hay banquitas para descansar.

y en bici, se pedalean doce minutos aproximadamente sobre el puente. Ahí existe la opción de tomar el camino hacia la ecoaldea de Santay o al cantón Durán.

Por esa misma isla, que hoy la conocemos como Santay, pasaron piratas, hacia el siglo diecisiete, según una descripción de 1684 del inglés William Dampier, quien además de bucanero fue un explorador, escritor, botánico y observador científico. Durante las epidemias que azotaron a Guayaquil en esa época, Santay fue sitio de cuarentena para embarcaciones que arribaban al puerto. Más tarde –detalla la guía de Parques Nacionales– fue utilizada como fondeadero para la limpieza y el mantenimiento de las embarcaciones. Recién a inicios del siglo se pobló de hacendados que criaban ganado y producían arroz, lo que perjudicó el crecimiento natural del humedal, pues para alimentar a los rebaños se empezó a talar árboles y a plantar pasto.

Este pedazo de tierra, que ahora es pantanosa, no estaba en los planes del Estado como el pulmón de la ciudad. Todas las ideas apuntaban a que fuera, más bien, una isla de cemento. En 1979 fue expropiada a los hacendados y fue declarada propiedad pública. Bajo la administración del Banco Ecuatoriano de la Vivienda y luego de la Fundación Malecón 2000, se quería crear un parque tipo Disney para que los guayaquileños tuvieran una sitio de recreación. Otra opción era talar todo lo verde y convertirla en un aeropuerto internacional, levantar un plan de vivienda privilegiada o una maraña de túneles y puentes que comunicaran Guayaquil y Durán.

Sin embargo, el Comité Ecológico de la Escuela Politécnica del Litoral y los comuneros de la isla Santay se organizaron y lograron en el 2000 que se la declarara bajo el humedal Ramsar, un tratado internacional que protege a estos sitios de la depredación humana y la mancha urbana. Ahora viven ahí cincuenta y seis familias comuneras, que saben la importancia de preservar cada mariposa, cada planta, cada cangrejo miniatura. Sus niños salen en bicicleta para ir a Guayaquil.

Esta isla que se levanta en medio del río también es un Área Natural Protegida del Ministerio del Ambiente. Hay ciertas restricciones para quienes la visitan: las mascotas deben quedarse en casa, para evitar que afecten a los animales que la habitan. Tampoco se puede ingresar con armas, ni hacer grafitis, ni consumir bebidas alcohólicas. Por el bien de este humedal no se puede hacer campamentos ni fogatas, menos ensuciarla con basura, arrancar sus plantitas o cazar alguna de sus especies.

Si se elige ir en bicicleta desde Guayaquil, se puede alquilar una al inicio del puente, cuesta cuatro dólares e incluye casco. Mientras se avanza por el puente se siente la frescura del río. Al llegar al sendero que conduce a la aldea también se absorbe el oxígeno que emana de los manglares. Si se tiene suerte, quizá se observen osos hormigueros, mapaches cangrejeros, y venados de cola blanca que –según la guía de Parques Nacionales del Ministerio del Ambiente– también habitan la isla. Los sorprendentes personajes de la flora y la fauna de Santay no son, como se quiso alguna vez, hombres sofocados en grandes trajes de esponja, ni animales robotizados, ni ficticios bosques encantados. Aquí, en esta isla a ochocientos metros de la gran ciudad de palmeras foráneas y adoquines repetitivos, todo es real.

 Al caminar por la ecoaldea se llega a la La Cocodrilera, un sendero de setecientos metros que conduce al hogar de los doce reptiles que fueron traídos desde el Parque Histórico de Guayaquil y la provincia de Esmeraldas, donde se criaron en cautiverio. Son once hembras y un macho de la especie cocodrylus actus y son cuidados por Benito Parrales, el “lagartero” de la Santay.

 La aldea también tiene un restaurante. Aunque el menú es pequeño, siempre habrá al menos un seco de pollo y un sango de camarones, con precios accesibles (menos de cuatro dólares). Ahí también hay enchufes si es que se ha descargado el teléfono. A lo largo de los senderos también se encuentran algunos descansos, que pueden ser aprovechados para leer o disfrutar del entorno.

Lo mejor de todo es que –al no ser un parque de diversiones tipo Disney– existe el privilegio del silencio. A las 17:00, todos los visitantes deben salir de la isla y regresar a Guayaquil.

Para tener en cuenta:
La atención en el puente bascular de la calle El Oro, en Guayaquil, es de 06:00 a 21:00

 La isla está disponible para los visitantes de 06:00 a 17:00.

Ubicación:
















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