Es guayaquileña, nació el 21 de enero de 1976. Sus padres son Ena Tandazo Falquez y José Miguel Gomero Lozano. Su padre tuvo 21 hijos y ella es la sexta. Es divorciada y mantiene una hija de 15 años. Estudió en la escuela Dr. José Miguel García Moreno y en el colegio Experimental Rita Lecumberri.
Continuó sus estudios en el Instituto Rita Lecumberri durante tres años y es Licenciada en Ciencias de la Educación por la Universidad de Babahoyo. Desde el 2000 es maestra en la isla Santay. Gana más de 300 dólares, está en la octava categoría; cuando llegó estaba en la quinta y ganaba 120.
Educa a 49 niños repartidos en todos los grados en una escuela unidocente. Ahí están los niños de cinco a doce años. “De vez en cuando viene algún joven o una madre y me dice que le enseñe a leer. Yo lo hago con gusto, pero algunos solo aparecen dos o tres veces y no vuelven más”, cuenta Ena.
Vive con su hija y con su abuela materna, que tiene 85 años. Su madre piensa que en cualquier momento le puede pasar algo atravesando el río Guayas. En la escuela le ayuda Jenny Cruz Domínguez. “Ella tiene para hacer un libro de mi vida, es una de las personas que más me conoce”, expresa.
Desde el mercado Caraguay sale a las 07:30; regresa a las 12:45, normalmente. Cuando hay aguaje tarda hasta una hora en volver. Algunas veces se ha quedado varada en la orilla esperando que la regresen a Guayaquil, sobre todo cuando los adultos de la isla Santay se van pescar.
La mañana poblada de ruidos recibe a Ena con un soplo de cálido bullicio. Ella saluda con cuantos se cruza en el mercado Caraguay. Camina tranquila hacia donde se encuentra la canoa que pronto la llevará a la Santay. En el viaje por sus palabras y vivencias se descubre que es parte integrante y una más de esos postrados habitantes de la isla. Ena se reconoce una de ellos y con ellos. Por eso, precisa que más adecuado sería decir que esa también es su isla.
Para embarcarse tiene que sortear lodo, actuar como equilibrista y sacarse los zapatos. Sentada en el fondo de la canoa su rostro se recorta en el horizonte taciturno de la mañana; son las 07:30 y el diálogo viene pronto a sus labios. A través de él se vislumbra que disfruta con alegría de la conversación. Ena Gomero es de contextura gruesa, con algunas libras que carga sin vergüenza, ni lástima; lleva el cabello tinturado con rayitos rubios y recogido en un moño que pronto suelta con un gesto de coquetería mientras se prepara para la foto. Es obligada la pregunta ¿por qué enseñar en la isla Santay? “Me gustó el ambiente, la gente, la escuelita. Descubrí algo hermoso que no pensaba que existía, a pesar de estar tan cerca de Guayaquil; parecía mentira. Mi condición fue que tenía que ir y venir el mismo día porque estudiaba en la universidad; ellos querían que me quedara a vivir en la isla, que si era posible me casara con alguien de aquí”, dice risueña.
“Un día vine a trabajar, pero con tanto bamboleo me asusté; cuando regresaba hacia Guayaquil, me di cuenta de que iba sangrando”
No hay afectaciones en su voz y se conduce con naturalidad. Mientras habla, el sonido del remo chocando con el agua se mezcla con el de sus palabras. De lunes a viernes hace ese trayecto. Cada día un padre de familia recoge y regresa a Ena a La Caraguay. Ellos se comprometieron a trasladarla todos los días y entonces aceptó el nombramiento en lugar de irse a Balao. La primera vez que se arrimó por la Santay fue en compañía de su abuela materna; ella la convenció de que ese era el lugar donde debía enseñar porque había muchos niños que la necesitaban; aunque Ena no deseaba abandonar la enseñanza particular por todas las ventajas que tenía y para evitar los problemas del magisterio.
Con algunas dudas rondando en su cabeza y a pesar de saber que uno de sus hermanos se había ahogado cuatro años atrás, más los posibles inconvenientes de una odisea que le exigía embarcarse en canoa cinco días a la semana, se decidió y se entregó a la buenaventura. De la gente que vive en la Santay no tiene quejas; la define como muy amable y servicial. Los más jóvenes de vez en cuando se le revelan, aquello es producto del cambio que va logrando la educación que antes no tenían. “Ya no son sumisos. Anteriormente, cuando llegaba algún extraño, todos se metían en sus casas, parecían ratones que solo observaban escondidos desde las ventanas”. De eso hay muy poco ya. Ahora la gente es más sociable. Reconoce Ena que en sus ocho años han cambiado algunas cosas.
Cuando la canoa llega a la orilla de la Santay, algunos niños con sus madres se aglomeran para recibirla; los pequeños abrazan a Ena y enseguida la inundan con preguntas. Las clases empiezan pasadas las 08:00. La escuela Jaime Roldós Aguilera es una construcción de caña, mide 16 por 6 metros aproximadamente y está alzada sobre soportes de madera para que evitar las inundaciones del invierno; el piso es de tablas y el techo de paja. Dentro, los pupitres son de plástico amarillo; hay unos cuantos pizarrones blancos colgados sobre las paredes. La voz de Ena viaja por encima de sus alumnos con un aire de honda ternura que ellos reciben como fuente de sabiduría.