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| En la Isla Santay, frente a 
Guayaquil, el pasado es una fotografía donde los más viejos ríen,
 el 
presente ha sido pobreza e incertidumbre, pero
 el futuro esta vez sí, 
parece promisorio.
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Reportaje publicado en Revista Mundo Diners #352
Por Marcela Noriega
Fotos: Amaury Martínez y Rafael Méndez Meneses
Cuando todo está oscuro y la Santay es un tibio silencio, el Tintín 
–un enanito cabezón que en las fábulas montubias siempre deja 
embarazadas a melenudas y cejonas- suele lanzar silbidos ululantes. 
Dicen que cuando le gusta una mujer es capaz de dormir a todos los que 
están alrededor de ella de un solo chiflido. Pero no solo el Tintín 
ronda en las noches, también están la Tintina –sobra decir quién es- y 
el Duende, ese que hizo huir a una chica de la isla, porque “la 
perseguía a todas partes”. Benito está sentado en un viejo tronco y 
cuenta historias de nomos encantados como si fueran viejas noticias. El 
sol está por caer. La superficie del río se agita, y él ha amarrado con 
fuerza su canoa a motor. Pronto subirá a su casa para dormir. En Santay 
las personas viven en lo alto, como los pájaros en los árboles.
Benito Parrales nació hace 65 años en esta isla rodeada de 
manglares, humedales de agua dulce y salada, sabanas y pastizales. Su 
madre murió cuando él era un bebé de tres meses. Lo crió Primitiva 
Lindao, la mejor de las parteras. El cholo ríe con fuerza y tiene mirada
 juguetona. Con su camisa estampada y abierta, su pantalón de tela, su 
machete en el cinto, su reloj bañado en oro y su facha de ganador, no es
 cualquier pescador. De hecho, a los 65 años, este hombre nacido en 
Santay es guía turístico, presidente de la asociación de pescadores y 
tiene un oficio que a cualquier venado espantaría: cuidador de 
cocodrilos. Sí. Cuida los once cocodrilos que viven en Santay en calidad
 de atracción turística – hoy por hoy casi la única, si es que a uno no 
le interesa conocer los cinco tipos de manglar que tiene la isla.

El padre de Benito había llegado desde Santa Elena atraído por el 
trabajo. Era peón en la hacienda de los “Guzmanes”, uno de los siete 
feudos ganaderos que existían en lo que todos aquí recuerdan como “la 
buena época” de Santay, esa que empezó en los años 40 y se acabó en los 
80 con la expropiación de las haciendas, que estaban dedicadas a la 
ganadería lechera, a la producción de arroz y de carbón.
En la memoria de Santay el pasado es una fotografía donde todos 
ríen, o al menos los más viejos. En el tiempo de las haciendas esto era 
limpito, construimos casas grandes, había cualquier cantidad de vacas, 
desayunábamos con leche y había trabajo lo que quiera, la gente de la 
Península, Durán y hasta de Guayaquil venía acá a emplearse, dice cada 
uno a su tiempo.
A partir de la venta de las haciendas, a los nativos no le quedó más
 que volcarse al único empleo disponible: ser pescador. Y empezaron a 
vivir como lo hicieron los antiguos habitantes del mundo: de la pesca, 
la caza y la recolección. Las pocas familias de la isla, los Domínguez, 
los Parrales, los Torres, los Achiote y los Cruz se hicieron diestros 
con el trasmallo, la calandra y el anzuelo.
“Ahora es que hay esta pobreza. No hay ni peces en el río, cada vez 
nos tenemos que ir más lejos. Nos vamos un día y nos quedamos dos, tres,
 buscando pesca. Creo que San Pedro está bravo porque no le hemos 
cumplido, por eso no hay peces. Queremos hacerle una llave, el altar y 
sacarlo a pasear en canoa por toditito el río para que esto mejore”, 
piensa Benito, quien se ha promocionado como el organizador de la fiesta
 del santo en la que habrá cerveza, aguardiente guanchaca y bailarán 
tres o cuatro días”.

 
Lorenzo Achiote, el más viejo de la isla, nació hace 78 años en la 
isla y creció en la misma hacienda de la familia Guzmán. Pasa sus días 
mirando por la ventana como si con los ojos pudiera atrapar el pasado, 
pero “hasta los lentes me fallan”, rezonga. “Yo era bueno, sanito, me 
cruzaba el río a remo. Rema que rema, rema que rema, desde los 12 años. Y
 ahora ¡míreme! Antes teníamos leche y queso en el desayuno, ahora no 
tenemos nada”. Atrás quedaron los días de diversión al otro lado del 
río, las mujeres, el trago, la pesca, la vida. Un derrame le ha dejado 
paralizada la mitad del cuerpo. Se levanta como puede, ayudado por su 
mujer e insiste en enseñar cómo vivía antes, y cree tener en un cartón 
viejo la prueba de su antigua alegría. Su sala está abigarrada, tiene 
cositas viejas y polvorientas en cada rincón. Pero la única habitación 
de la casa, donde duermen él, su esposa y dos de sus seis hijos, es un 
cuadro lamentable.
--Venga vea este cartón lleno de ropa que tengo, yo sí me vestía 
bien, venga, vea, para que no diga que soy un viejo mentiroso-, dice. Lo
 abre y muestra una pila de camisas bien planchadas que parecen no haber
 sido usadas en mucho tiempo. --Y toda esta mochila de acá está llena de
 camisetas. Yo sí era una persona decente, me sabía vestir. Tenía hartas
 mujeres-.
En el 2001, en el gobierno de Gustavo Noboa, el ya desaparecido 
Banco Ecuatoriano de la Vivienda le cedió la isla, así como se cede un 
pedazo de jardín, en fideicomiso a la Fundación privada Malecón 2000. 
Entonces, todo empeoró para los isleños. Entre las reglas estaban: no 
pintar las casas de ningún color. “Nos ponían a echarle diesel a las 
casas para que luzcan amarillitas, no blancas. Nosotros le echábamos 
diesel, gastábamos en eso, pero luego con el sol se le salía”, se 
acuerda, no sin coraje, Jaqueline Achiote, una mujer de 46 años, que 
como casi todas en este lugar apenas terminó la primaria.
No solo eso: si alguien se enamoraba de un foráneo, tenía que irse a
 vivir fuera de la isla. Nadie de fuera podía ir a vivir a Santay. “Nos 
decían que si nosotros nos queremos ir a Guayaquil que vayamos, pero que
 nadie venga para acá. Nosotros no les hacíamos caso”, comenta 
Jaqueline. Para ella y para el resto los nueve años que estuvo la 
Fundación a cargo de la isla fueron tristes.
Quizá lo peor fue que les hicieron derrumbar sus casas –algunas 
grandes, de madera y con techos de paja- para construir las 56 viviendas
 gemelas donde ahora viven apiñados y con calor porque todas tienen 
techos de zinc. Esas casas costaron $1.500 y las tuvieron que levantar 
con sus propias manos. Con la llegada del Gobierno, la construcción de 
una ecoaldea con casas de 18 mil dólares, paneles eléctricos, el muelle,
 y los senderos elevados, a los isleños les ha regresado también la 
esperanza de que las cosas cambien.
“Nosotros esperamos que el gobierno consiga mejoras para nosotros. 
Ahora estamos en sus manos. Eso es mejor pensamos. Porque la Fundación 
era privada y no nos pagaba por el trabajo que hacíamos, por rozar, por 
mantener la isla. Nosotros teníamos que poner nuestra mano de obra”, 
recuerda Jaqueline, quien es guía y ya está viendo algún cambio 
significativo. Antes por cada turista, la Fundación, les pagaba 15 
centavos y ahora cobran 1,25 dólares.
Los hombres regresan de la pesca, las mujeres los esperan en las 
casas con la comida. Los niños juegan en medio de los matorrales. 
Leonardo, de 9 años, se entrena como guía. “En esa casa venden galletas,
 en la otra pan de ese que viene en funda, en la otra cola, más allá 
cerveza”, dice mientras juega con unos imanes que se encontró en un 
árbol. Parece conocer cada árbol, cada truco del río. Le divierten los 
turistas y los pocos curiosos que se asoman a su isla. Él no tiene 
memoria de las haciendas, está estudiando en la escuela y no quiere ser 
pescador, sino arquitecto. Aunque entre un carro y una canoa, se queda 
con la canoa. Leonardo mira al futuro con entusiasmo, aprende a ganarse 
la vida; estira la mano y dice: es un dólar por el recorrido.