07 julio 2008

La vida en el Guayas
















Jacinto Domínguez extiende el trasmallo en las aguas del río Guayas. Atrás se observa
Guayaquil, una ciudad ajena a las rutinas de pesca.


Texto: Moisés Pinchevsky, Diario El Universo

En sus aguas y en sus orillas, el río principal de la provincia es guardián de la memoria colectiva y un respiradero de actividad que significa sustento y esperanza.
Es una cuestión de fe. También de paciencia. Jacinto Domínguez lleva mucho tiempo sabiéndolo (se hizo pescador cuando tenía 12). Por eso hoy, a sus 60 años de edad, como si conociera su destino, comienza su rutina a las 04:00 aproximadamente para asearse, vestirse, preparar sus redes, tomar su canoa y en la madrugada fría remar con sus brazos aún fuertes tratando de adivinar por dónde el río podría darle para comer a él, su esposa y dos hijos de 18 y 10 años.

La última vez no pescó nada. “Así es. Incluso hay semanas en que no se ve el pescado. Pero de pronto aparece una corvina de unas diez libritas y así salvamos el día, a veces la semana”, afirma mientras se encamina hacia las aguas frente al malecón de Guayaquil. No era así hace dos, tres o cuatro décadas, cuando solía regresar de cada jornada con unas 30 o 40 libras de pescado para, tras venderlas a los comerciantes en el mercado, aparecerse en su hogar en la isla Santay con víveres, una sonrisa y plata en el bolsillo.

Pescando vida para sobrevivir
Hoy solo tiene su sonrisa y una luz de optimismo que le golpea el rostro junto con el sol de la mañana. “Hay aguaje, eso pone el agua turbia, el fondo marino se agita y los peces se levantan”, dice mientras comienza a extender en el río su trasmallo (red) de unas 300 varas para aguardar a que atrape un alimento que resulta escaso porque, según afirma, los pescadores del estero utilizan venenos. Domínguez se queja de que ese método mata al pez, mata al camarón, mata la semilla, mata todo.

Domínguez es uno de los seis pescadores que esta mañana prueban suerte sobre sus botes en este lado del río. Otros se mueven hacia el sur, rumbo a Puná. Esa es la zona que prefieren Carlos Parrales (25 años) y Roberto Domínguez (27), también pescadores de Santay que hace cuatro días buscaron su sustento con la atarraya, una red redonda que extienden de un lance para atrapar camarones.

El camarón estuvo esquivo en esa ocasión. Pero la esperanza también puede tener tenazas de jaiba. Las cazan con una trampa en forma de canasta que tienden en el lecho marino con carnada y una cuerda para halarla. O también con la ratonera, una especie de jaula de redes y fierros que tiene ingreso para la jaiba, pero no salida.

Aunque en los días de aguaje prefieren el trasmallo, porque es el mejor momento para pescar corvinas o bagres, los cuales venden en el mercado Caraguay, ubicado en Guayaquil, a 25 minutos de distancia en canoa sin motor, cuando se va en contra de la corriente, y 15 cuando se rema a favor.

La gran estación de la Caraguay
Ese mercado es como una gran vitrina para la vida que transita en el río. Seis garzas introducen sus patas y picos en el lodo buscando cangrejitos como alimento. A pocos metros está el muelle de este mercado, que funciona como una estación de las lanchas que llegan de las pequeñas poblaciones en las islas salpicadas en la ruta hacia la gran isla Puná.

Eduardo Chalén (49 años) vive en la isla de Santo Domingo, a dos horas por el río. Compró en el mercado arroz y vegetales que ya tiene embarcados en la canoa. Pagó tres dólares por ese viaje que realiza cada dos días en una ruta que puede ser peligrosa por los ladrones. “A mi hermano le pegaron dos tiros hace unos años para robarle. Por suerte sobrevivió”, dice.

Don Julián Chalén (64) ha vivido siempre en San Vicente, población mejor conocida como Chupador Grande, ubicada a dos horas y diez minutos de la Caraguay. “Allá no hay caminos ni doctores ni mercados ni nada”, señala este hombre que, al igual que las 100 familias que viven en esa población, se conectan a través del río con Guayaquil y todo lo que la gran ciudad les brinda (asistencia médica, comestibles, tanques de gas, bancos).

La captura de cangrejos en los manglares cercanos ha sido su negocio de siempre, aunque en los últimos años lo comparte como asistente en una canoa a motor que suele hacer el recorrido entre las poblaciones a lo largo del río. Javier Mejía es el motorista de la embarcación. Ha pasado 16 de sus 28 años de vida en esta actividad que lo ha hecho un conocedor de las riberas y sus poblaciones.

Mejía indica que la ruta desde Guayaquil hace estaciones en Masa (45 minutos), Puerto Camarón (+ 10 minutos), Puerto Roma (+ 30), Santa Rosa (Chupador Chico), Las Cruces, Buenavista (+ 40), Santo Domingo, San Vicente (Chupador Grande, + 10), Puerto Arturo (+ 20) y Puerto Salinas (+ 15).

“Allá todo es más caro, una botella de agua cuesta $ 0,50, una cola vale el doble, todo porque debe llegar en canoa”, señala este conductor poco antes de salir a su recorrido con su embarcación cargada con unas diez personas, además de sacos de arroz, botellas de gaseosas, fruta y vegetales.

Si la vida es tan dura allá, ¿por qué nunca ha decidido mudarse a Guayaquil o a otra ciudad? le pregunto a Chalén antes de partir. “Allá está mi vida, mis cangrejos, mi casa”, indica antes de perderse con la canoa en el río.

La vida de Jacinto Domínguez también está en el río y su ribera. Así lo pienso mientras este hombre amable recoge su trasmallo para comprobar que hoy tampoco hubo suerte. “Los jaiberos siempre pescan algo, ese es mejor negocio, pero yo no tengo ese equipo”, indica con una resignación digna que se eleva con un tono de esperanza. Mañana puede caer esa corvinita de diez libras que puede salvarle la semana. Vivir del río es una cuestión de fe. También de paciencia.

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