Por Patricia Bermúdez
Dicen que algunos sueños se vuelven realidad, que son premoniciones de lo que nos sucederá, por eso, cuando llegué a la Santay aquel domingo, con el grupo de amigos de la isla que José Delgado tan creativamente ha constituido desde su distancia, desde sus propios sueños, al encontrar un columpio entre los árboles, quise soñar en algo bueno, algo positivo para esa hermosura de paisajes y de gentes que hay en el lugar, tan al frente de la urbe, tan cerquita de una ciudad sumamente congestionada y caótica como Guayaquil, tan cerca y a la vez tan lejos del mundo cotidiano que conocemos. Quise, pero no pude.
Primero tuve que conocer algunas pesadillas que habían vivido su gente. Doña Elsa nos contó que el lunes Vicente había salido con su hijo Omar, como siempre lo hacen, a pescar en su estrecha y alargada canoa de madera. Habían llevado la cocina y el tanque de gas pues iban a pasar al menos dos días en las aguas del golfo. Y, ni bien hubieron salido al encender el motor, la chispa prendió una fuga del tanque del gas y este, sin aviso explotó, destruyendo de los humildes pescadores todas sus pertenencias, su instrumento para ganarse la vida, y dejándolos con fuertes quemaduras. A los pescadores, que viven frente a ese otro mundo que es Guayaquil, esa gran urbe llena de ruidos e innumerables peligros, les asusta ir allá y no existe ningún sistema de emergencias que comunique a la población con los servicios públicos ni de Guayaquil ni de Durán, de eso no se han preocupado sus “administradores para el desarrollo”. Vicente y Omar, no fueron a un hospital. Padre e hijo quedaron al cuidado de los suyos en la isla, esperando quizá que el tiempo cure sus cicatrices, sin embargo, las bacterias en el contaminado río no perdonaron. Una infección agravó sus heridas y finalmente tuvo que ir una brigada médica al auxilio para hacer las curaciones adecuadas, sin embargo, a las 72 horas de haber sucedido el grave percance.
Algunas otras historias me hicieron concebir una parte de estas vidas como sumergidas en una pesadilla de la que estos humildes habitantes no se percataban, debido tal vez a lo maravilloso del lugar, pero que los había convertido en personajes mas bien tímidos y desconfiados de todos los advenedizos. La relación de amedrentamiento que la fundación privada que administra la isla tiene con ellos, amenazándolos, cansándolos, explotándolos. Una relación que más se parece a la del patrón de la hacienda de los concertajes que a la de una fundación que presume buscar el desarrollo. Claro, que habría que ver cual es el concepto de desarrollo de una fundación con tan fuerte visión neoliberal. A mi entender, las fundaciones neoliberales trabajan bajo algunas premisas incuestionables: 1. las fundaciones no están para perder, sino por tanto para ganar, aunque se diga sin fines de lucro; 2. La gente que habita el lugar no importa sino los réditos económicos y en este caso los réditos económicos los traerá el “turismo ecológico; 3. Al ser prioritario la “ecología” y no la gente, entonces, importan supuestamente más los pájaros y los cocodrilos, que los turistas puedan ver, aunque estén encerrados, enjaulados, o simplemnte en fotografías; y, finalmente, 4. Lo que hace la gente pobladora de la isla es “contaminante” por lo tanto hay que tratar de que se vayan de allí, a donde pertenezcan, a un suburbio marginal de una ciudad o a un barrio miseria. La estrategia entonces es hostigarlos, quitarles los animales domésticos que dan sustento económico a sus humildes vidas, con la justificación de que los animales domésticos contaminan la isla, hacerles firmar documentos donde ellos se declaren no habitantes históricos del lugar como son, y darles a cambio un “permiso” para permanecer hasta que la institución lo determine.
Como verán luego del recorrido por la Isla, no me permití soñar con el temor de que continuaran las pesadillas, pero luego, al atardecer, tuve tiempo y volvi.
Recostada en una hamaca, igualmente bajo la sombra complaciente de los árboles, mirando el ancho río Guayas, y expectando el sol en el occidente hundir a la gran ciudad en la oscuridad, por fin pude soñar.
Soñé que en el futuro, yo podía regresar con mis hijos y mis nietos a la Santay un fin de semana cualquiera, en una lancha manejada por Vicente y su hijo ya adulto, donde habíamos un grupo de turistas, sí, dispuestos a pasar el fin de semana en el lugar. Soñé que Vicente, su mujer Raquel y Omar, se habían educado, y que prácticamente habían realizado a distancia tantos cursos sobre manejo turístico que eran unos verdaderos expertos. Soñé que las primas de Vicente eran unas de las guías que habían estudiado biología, idiomas y guiaban a los pasajeros de la lancha al llegar. Los sumergían en senderos bien señalados, les daban instructivos, les contaban sobre las plantas y sus usos tradicionales, sobre el árbol del Guasmo, de las propiedades curativas de su semilla, de cómo las palmeras habían llegado a la isla y sobre los algarrobos, y demás especies vegetales. Soñé que eran estos jóvenes quienes llevaban a los turistas al atardecer en silencio a mirar las aves y les explicaban en susurros sobre lo que hacían cada una de ellas. En mis sueños yo, mis hijos y mis nietos, comíamos unas deliciosas tilapias ese día, o bien ceviche de camarones y por la noche pernoctábamos en la isla para al día siguiente seguir la aventura de conocer el mundo natural, de manos de los pobladores de la isla. No eramos miles los que llegábamos los fines de semana a la isla, pero éramos suficientes para que Vicente, Raquel, Omar, Pedro, y toda la comunidad hubiera mejorado sus viviendas y sus vidas, administraran ellos mismos un fondo con el que cuidaban del humedal, de los senderos y de los instrumentos de las actividades de aventura.
Era ya de noche cuando desperté y me dije: Para construir este sueño hay que trabajar con la gente, por la gente y para la gente. Porque todo lo demás no son sueños, ni proyectos, sino solo un grande y muy mal contado cuento.