20 noviembre 2025

La Balsa Blanca y yo: una historia que permanece a flote

En tanto que ingeniero naval y apasionado por la historia del río Guayas y de la isla Santay, siempre he sentido una profunda atracción por las arquitecturas que nacen del agua. Quizás esa afinidad comenzó mucho antes de que yo pudiera explicarla, en mis años viviendo en Las Peñas, el barrio colonial de Guayaquil.

Allí, al borde mismo del río Guayas, respiraba un aire salino mezclado con historia y con las voces del manglar que se colaban por mis ventanas. Ese entorno me enseñó que el río no es solo paisaje: es memoria, cultura y biografía.

En ese universo fluvial, ninguna estructura me tocó tanto como la Balsa Blanca, memoria emblemática del sistema Guayas–Babahoyo.

La Balsa Blanca: memoria flotante del Babahoyo

Durante más de un siglo, la Balsa Blanca fue uno de los símbolos más queridos del río Babahoyo. Construida hacia finales del siglo XIX, esta casa flotante de dos pisos se convirtió en el primer hotel de Babahoyo, refugio de viajeros, comerciantes y familias que vivían entre mareas y corrientes.
Su arquitectura de madera, sus 120 m² y su vida cotidiana sobre el agua la transformaron en una postal viva de la identidad anfibia de Los Ríos.

Pero es importante recordar que las casas flotantes no fueron exclusivas de Babahoyo

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En el Guayaquil de finales del siglo XIX, también existieron estas viviendas modestas y sencillas, levantadas sobre balsas o pontones, donde se alojaban comerciantes y trabajadores fluviales del cacao, café, frutas y maderas. Eran parte de una ciudad anfibia hoy casi olvidada.

La Balsa Blanca era más que una estructura: era una forma de habitar el río. Por eso su hundimiento en 2007 se vivió como un cierre de época.

Mi vínculo personal con la Balsa Blanca

La visité por primera vez en 1996, y quedé cautivado por su equilibrio poético: maderas que respiraban humedad histórica, pisos que guardaban el eco de mareas antiguas, una vida construida sobre el agua.
Desde entonces, se convirtió en un amor platónico, en una presencia persistente de mi memoria fluvial.

En 2005, pese a estar fuera del país, sentí el impulso de intentar salvarla. Cuando lo comenté, recibí una frase que me acompañó como un pequeño motor:
“Sí, ¿por qué no? dale.”
Con ese impulso envié a mi entrañable amigo Boris Loján Araujo a conversar y hacerle la propuesta a su dueña.
No aceptó.
Y cuando la Balsa Blanca se hundió en 2007, sentí que se iba con ella un fragmento esencial de nuestra memoria ribereña.

De la Balsa Blanca al Observatorio de Santay

A veces el río devuelve, en otra forma, lo que la vida se lleva.
Años más tarde se levantó el Observatorio de Santay, construido también sobre las aguas del río Babahoyo, en el mismo sistema de humedales donde la Balsa Blanca vivió más de un siglo.

Siempre he sentido que el Observatorio es, de algún modo, el tataranieto de la Balsa Blanca:
ambos nacen del agua, dialogan con la naturaleza anfibia y reconocen al río como hogar y horizonte.

La Balsa Blanca surgió de la tradición ribereña; el Observatorio lo hace desde la educación ambiental contemporánea.
Pero ambos comparten la misma raíz:
la certeza de que el agua también puede ser arquitectura.

Un deseo: contar la vida de la tatarabuela


Cada vez que hablo de la Balsa Blanca, siento que su historia sigue pidiendo un espacio.
Por eso, uno de mis deseos es poder dedicar en el Observatorio de Santay una exposición temporal a esta tatarabuela flotante:
su vida, sus habitantes, su belleza humilde, su lugar en la memoria del Guayas y el Babahoyo, y su inesperada descendencia en forma de aula flotante.

Sería un homenaje necesario a esa arquitectura ancestral que nos enseñó que vivir sobre el agua era, y sigue siendo, una forma de pertenecer al territorio.

Un patrimonio que inspira futuro


Recordar la Balsa Blanca no es un acto de nostalgia, sino de continuidad.
Es reconocer que el sistema Guayas–Babahoyo ha sido históricamente anfibio, que nuestra relación con el agua es antigua, cultural y viva.

Ese legado inspira lo que hoy hacemos desde el Observatorio de Santay:
mostrar que el humedal es espacio de vida, cultura y encuentro, y que la memoria que flota no se hunde: se transforma.

Desde las casas flotantes del siglo XIX hasta el Observatorio contemporáneo, las aguas del Guayas y Babahoyo siguen siendo escenario de historias que conectan, renacen y perduran.






2 comentarios:

Pedro Freire Alvarado dijo...

Qué hermosa que era la Balsa Blanca, gracias por este valioso aporte a la memoria.

José Delgado Mendoza dijo...

Imposible no recordarla apreciado amigo. Durante un siglo fue parte del paisaje fluvial de Babahoyo.