03 diciembre 2025

Santay: cuando la infraestructura falla y la empatía también


Aprecio profundamente a los ciclistas que han visitado Santay desde la apertura de las ciclovías. Su presencia, bien gestionada, puede ser positiva. Pero es importante recordar que los primeros daños en la infraestructura aparecieron apenas a pocos meses de inaugurarse, y fue el propio ministro de Ambiente de ese entonces —creo que Daniel Ortega— quien advirtió públicamente sobre el pésimo material utilizado y la forma antitécnica en que fue colocado, además de que el mismo Presidente de la República desistió de volver a circular en bicicleta en Snatay.

Tan deficiente fue la construcción que varias obras nunca llegaron a entregarse oficialmente. Terminaron en procesos judiciales, quedaron sin responsables claros y, hasta hoy, viven en una especie de “orfandad institucional”: cuando toca rendir cuentas, nadie es padre del guagua.

La ciclovía y el puente sirven al turismo, sí, pero su razón principal es garantizar la movilidad de la comunidad de Santay. En el reciente choque de la embarcación María José contra el puente, no vi a ningún colectivo ciclista acercarse a preguntar:
¿Qué pasó? ¿Cómo se puede ayudar? ¿Cómo van a trasladarse los niños, trabajadores, personas enfermas? ¿Tendrá la comunidad el dólar necesario para entrar y salir en canoa?

Con franqueza: en muchas reacciones de ciclistas no he visto solidaridad ni empatía hacia la población local. Veo reclamos centrados solo en el uso recreativo de la ciclovía, pero casi nunca preocupación por quienes viven allí y dependen diariamente de ese acceso.

Quisiera dejar una reflexión: la Ley de Áreas Protegidas siempre ha establecido que el ingreso a Santay es gratuito para las personas, pero no dice nada sobre el ingreso con bicicletas, cuyo impacto es mucho mayor en una infraestructura frágil y mal construida. El peso de una persona no es igual al de una persona más una bicicleta, concentrado en dos puntos de carga: ese desgaste tiene un costo real que nadie está cubriendo.

Y aquí surge un punto clave: la nueva Ley de Áreas Protegidas 2025 permite que las áreas protegidas establezcan tarifas de ingreso, de acuerdo con su realidad, fragilidad y necesidades de gestión.
Si hay un sitio donde esta medida es no solo razonable sino urgente, ese sitio es Santay.

El modelo original —que la comunidad alquilara bicicletas para generar recursos destinados al mantenimiento— nunca funcionará si la mayoría de visitantes ingresa con bicicletas propias sin pagar nada, generando un desgaste sistemático del que nadie se responsabiliza.

Tampoco he visto a grupos ciclistas llegar sin bicicletas, pero con herramientas —martillos, pernos, sierras, plantas eléctricas— para organizar jornadas de reparación comunitaria. Con brigadas de 20 o 30 personas, en cuatro fines de semana podría haberse recuperado gran parte de la infraestructura. Eso sí sería un verdadero aporte.

En cambio, lo que hemos visto son plantones y recolección de firmas pidiendo al Estado que repare lo que lleva más de una década deteriorándose. Y así, esperando siempre que otros actúen, podemos seguir años.

Santay necesita aliados reales: personas que entiendan que este no es solamente un lugar para pedalear, sino un hogar, un humedal frágil y un patrimonio natural y humano que requiere respeto, compromiso y corresponsabilidad.

La nueva Ley 2025 abre la puerta a una gestión más justa y sostenible. Pero esa posibilidad solo servirá si entendemos que cuidar Santay no es gratis, y que quienes la usan —todos— deben asumir su parte de responsabilidad.