06 noviembre 2011
La Santay, una isla “hecha” a punta de Domínguez
-“Se golpeó señorita, se golpeó”, gritan los niños, alrededor de un pequeño que solloza acostado sobre el césped y que es trasladado en brazos hasta las escaleras de la escuela de madera.
Ena Gomero, directora y profesora de la institución, acude a su rescate. El golpe no es de cuidado y los pequeños se dispersan para seguir jugando.
“A ver, hagan aquí una fila todos los Domínguez”, ordena Ena, con una voz tan enérgica que hace que los niños interrumpan su recreo y obedezcan de inmediato.
Entre brincos y carcajadas se van formando en hilera: 1, 2, 3, 4... “Ahí los tiene: Domínguez-Domínguez, Cruz-Domínguez, Domínguez-Mateo, Jaime-Domínguez”, dice mientras recorre la fila de pequeños con la mirada. “¡Todos son Domínguez aquí!”, exclama.
La profesora Gomero trabaja en esta isla la misma cantidad de tiempo que de existencia tiene la escuela: 13 años. Según relata, de los 37 alumnos de primaria, al menos 30 tienen el “Domínguez” como primer o segundo apelativo.
Se trata de un apellido que identifica a los habitantes de Santay como tales y que está vinculado con sus raíces, sus orígenes, según narra Jacinto Domínguez, de 63 años, uno de los ancianos de la comunidad, cuyos ancestros fueron los primeros habitantes de estas tierras, hace más de 120 años.
El historiador Carlos Calderón Chico explica que existen pocos registros acerca de la forma en que se pobló la isla Santay. Sin embargo, la memoria histórica de los abuelos del lugar cuenta los hechos importantes de generación en generación. Jacinto Domínguez es el guardián de la tradición oral de esta isla.
“Mi tatarabuelo llegó de Bajada, de Chanduy. Él traía pescado salado y sal para vender acá. Venía por una o dos semanas, hasta que poco a poco se fue quedando de largo. Acá había haciendas y trabajo. Era fácil vivir...”, afirma.
Su padre llegó aquí a los 12 años y nunca más se fue. Le siguieron sus tíos, que formaron sus familias y continuaron extendiendo el Domínguez por toda la Santay. “La gente forma poblados por muchas razones. A veces llega a un sitio por comercio o por tener un lugar donde alojarse. Los habitantes de Santay se afincaron allí, pese a que las condiciones de la isla no eran las mejores”, indica Calderón.
Según las narraciones de su abuelo y su padre, Jacinto recuerda que la isla estaba conformada por varias haciendas: “Puntilla, Las Acacias, La Pradera Grande, La Pradera Chica, Florencia... Luego los dueños las hipotecaron, se quedaron sin ganado y el que quiso quedarse viviendo acá se quedó”.
Ciertas comunidades que se han formado en distintos rincones del país tienen antecedentes comunes, como es el caso de Santay, dice el sociólogo Rubén Aroca. “Algunas primero han sido caseríos u ocupaciones de tierra que han estado vinculadas con propiedades rurales, específicamente agrícolas. Frecuentemente quienes las habitan son grupos de personas que tienen cierto grado de parentesco, sus hogares tienen un apellido en común”, sostiene Aroca.
Claudina Domínguez es una anciana de mirada amable y arrugada, de sostenida aunque tímida sonrisa y un cuerpo delgado, que esta tarde viste una camiseta roja, estrecha aun para su flacura. “El Esteban se fue a volver, pero ya mismo regresa. Pase, pase...”, dice la mujer de 71 años con voz temblorosa, casi inaudible.
Adentro, en la cocina de su nueva casa dentro de la Ecoaldea, lava los platos que quedaron sucios luego del almuerzo. Los apila sobre una mesa plástica, lo que, junto a los cerros de ollas y pomas con agua sobre el suelo, da una sensación de desorden a la sala, que se ve amplia sin muebles.
Claudina esperaba a Esteban, su primo, pero también esposo desde hace más de 50 años, con quien procreó once hijos, de los cuales ocho viven todavía. Jacinto Domínguez agrega que, debido a que todos los habitantes que comparten este apellido provienen de una misma raíz genealógica, es común que primos y parientes lejanos se interrelacionen, formando nuevos núcleos familiares.
Calderón Chico afirma que las uniones entre familiares cercanos o lejanos, como los de la isla Santay, también se dan en otras comunidades. “Esta es una costumbre de pueblos con ancestralidad, que buscan afianzar los lazos familiares que les permitan perennizar su apellido”, explica el especialista.
Pero para la directora de la escuela de la isla, existe una explicación más simple: “La mayoría de los jóvenes no sale. Casi ninguno va al colegio. No tienen dónde conocer a otras personas y forman sus familias aquí mismo”.
Álvaro Cruz Domínguez fue su alumno y es la excepción. Es el único joven de la isla que logró graduarse de bachiller. Su ejemplo lo siguen dos adolescentes más, que acuden a clases a un colegio a distancia, únicamente los sábados, de la misma forma en la que Álvaro logró terminar la secundaria.
Cada dos semanas, la marea sube y lo remoja todo. Vuelve difícil movilizarse sin que el fango quiera tragarse las botas de los visitantes. Este día, sin embargo, el suelo se encuentra seco y cuarteado. El lodo de hace algunos días parece parte de sus leyendas, como la del “tintín silbador”, que la cuentan a cada extraño.
Un poco más hacia el centro de la isla, en medio del cacareo de las gallinas y el balido de los chivos, una joven mujer mece al último de sus cinco hijos. El pequeño Marco Antonio, de 2 meses, se arrulla al vaivén de una hamaca de redes. El viento, a su vez, mece las endebles estructuras de la casa.
Gina Domínguez, de 28 años, se unió a Félix Domínguez, su primo, hace 14. La vida para ellos transcurre en la tranquilidad del campo, entre la crianza de sus hijos y las labores de pesca de su marido. Ella, al igual que la mayoría de mujeres de la isla, inició la vida matrimonial muy joven y tiene varios hijos.
Para el sociólogo Aroca, este fenómeno se da en pueblos donde la tradición está muy arraigada. “Lo doméstico sigue siendo un espacio de administración femenina. Las chicas se casan a temprana edad porque a los 15 años la mujer comienza a tener expectativas de integración y estas están marcadas en el espacio doméstico, que se vuelve un lugar integrador. Dadas las condiciones de la isla, no hay otro”, expresa.
En el hogar de Gina, así como en el de Marielena Domínguez, de 24 años, abundan los símbolos religiosos: crucifijos sobre las camas, relojes del Sagrado Corazón de Jesús, afiches de la Virgen María en sus diferentes advocaciones, estatuas de Santa Narcisa de Jesús y uno que otro Hermano Gregorio que reposa en algún rincón de los veladores apolillados.
Esto sin contar que, en agosto de cada año, la comunidad de la isla se prepara con comida, música y festejos para recordar a San Jacinto y Santa Mercedes, los patronos de Santay. “Debajo de algunas casas, los pobladores hacen pequeños altares. En la noche comienzan los rezos y luego el baile, la comelona y los juegos tradicionales: el huevo con la cuchara, el palo ensebado y otros. Las familias que organizan deben darle de comer a toda la comunidad, por eso lo hacen solo las que tienen bastantes animales”, cuenta Ena Gomero.
Pese a los recurrentes símbolos católicos en los hogares de Santay, varios de ellos profesan la religión evangélica desde hace aproximadamente cinco años, como Marielena, quien se casó en una boda grupal, organizada por una misión protestante que visita la isla cada semana.
Sentada en el borde de su cama, con sus hijos Wendy, Leonardo y Flor María, Marielena saca de un cajón que se abre con dificultad las fotos de su boda, entre otras más. En unas se ve una fiesta al aire libre en la que viste un sencillo traje blanco, y en otras luce visiblemente más joven, casi niña, sentada en las piernas de su esposo. “Esta es de cuando recién me uní a él, hace unos diez años... ya ni me acuerdo”, manifiesta.
La Iglesia católica contempla normas entre las cuales está el impedimento de que familiares contraigan nupcias entre ellos, dice el párroco de la iglesia San Antonio María Claret, de Urdesa. No obstante, esto se anula cuando se trata de parientes lejanos.
“En principio, a partir de primos o familiares más cercanos existe un impedimento que puede dispensarse para parientes lejanos o en mayor grado. Por lo tanto, no es contradictorio que esta gente exprese su fe”, indica el sacerdote.
Pero a ojos de la directora Gomero, más que conflictos éticos estas uniones han traído también problemas de salud.
“Hay una familia en la que existe un niño con síndrome de Down y epilepsia. Y como profesora me doy cuenta de que a sus hermanas les cuesta captar, tienen deficiencias de aprendizaje. Creo que podría ser porque sus padres son primos hermanos”, comenta.
La familia a la que Ena se refiere es apellido Achiote, otro de los comunes en Santay, donde se repite la historia. Jackeline, la secretaria de la población, vive con Carlos Achiote, hijo de su tío Lorenzo, de 78 años, el hombre más anciano de la isla. Lorenzo padece de parálisis parcial y pasa sus días entre la hamaca y la cama, moviéndose con dificultad entre uno y otro lugar.
Los registros de Jackeline reposan escritos con pluma azul en un viejo cuaderno de contabilidad y dicen que de las 56 familias de la isla Santay (240 personas) aproximadamente 30 son apellido Domínguez, otras 20 son Achiote. Las demás familias se distribuyen entre los Cruz, los Parrales y los Salavarría.
Aroca concluye que -de acuerdo con los antiguos teóricos de la comunicación- las comunidades cambian, evolucionan y se modernizan frente al tipo de medio que se utiliza con una mayor frecuencia.
“En el caso de Santay, su medio es la memoria, la tradición oral y el habla. Entonces se trata de comunidades que cambian más lentamente”. Y en efecto, sus moradores viven, como suspendidos en el tiempo, marcados por esa sencillez rural de tribu extendida; más allá de la religión, la educación o los medios modernos.
Fuente: El Telégrafo
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