Por: Mónica Fernández-Aceytuno
Como a los marineros cuando estaban a doscientas leguas de las Indias, nos salieron a recibir los rabihorcados antes de atracar en la isla ecuatoriana de Santay.
Unos amables predicadores, ataviados con un niqui rojo, nos habían permitido acompañarles en el barco que zarpó del malecón de Guayaquil a las diez de la mañana para hacer primero una parada en otro punto del cauce del Guayas, donde cargar unas ventanas y varios tablones de madera para llevar a la isla, mientras desde otro bote descargaban los escombros de las obras en Santay, tal es el cuidado que están poniendo para hacer las viviendas de la pequeña comunidad que la habita y que hasta hace no mucho vivía en palafitos más rudimentarios.
El río Guayas, que aquí es ya un delta, llevaba el barro que la lluvia arrancó a la tierra los últimos días, por lo que bajaba, a toda velocidad, muy turbia y parda pero a la vez un poco rosada, delatando la salinidad del agua, y con esos lirios de agua flotando que parecen balsas verdes a la deriva con algunas flores malvas a bordo.
Tengo que reconocer que me emocioné cuando delante de nosotros aparecieron los rabihorcados, esas fragatas reales (Fregata magnificens) que salen en los documentales de las Galápagos, con sus esbeltas y oscuras alas que parecen tener codos, la hembra con el pecho blanco, y el macho muy rojo que, en época de reproducción, hincha como un globo. También había águilas pescadoras a las que trataban de piratear las fragatas la pesca delante de nuestros ojos.
Nada más desembarcar supe que estaba en un lugar privilegiado para la observación de la Naturaleza, donde aún no había llegado el turismo como a las Galápagos pero donde no me cabe duda que lo hará, por su cercanía a la ciudad, y por su riqueza natural: sólo en lo que a las aves se refiere, la isla Santay posee más de cien especies distintas en dos mil hectáreas de área, de las cuales más de la mitad es manglar, pero a su vez, con cinco especies distintas de mangles.
Todo riqueza y variedad, megabiodiversidad, por lo que siempre habrá que estar agradecidos a la comunidad de la isla Santay, de unos trescientos habitantes, quienes poseen tal profusión de niños que los tendales de las casas, de teca y de bambú, tienen, como si fueran banderitas de colores, su ropa al sol colgada, sobre el verdor de las palmeras y los bosques de cesalpinas entre cuyas ramas estaban construyendo su nido de barro, perfectamente tabicado para que los pollos tengan una habitación propia, los preciosos y anaranjados horneros.
También anaranjadas eran las libélulas que salieron al embarcadero a recibirnos a cientos con la Presidenta de la Comunidad Santay, Elsa, quien tan bien nos explicó todo lo que estaban haciendo en la isla para seguir viviendo allí con agua y con luz y con saneamiento, pero respetando a su vez la Naturaleza. Ojalá les vaya muy bien. Y siga siempre la isla tan hermosa como la he conocido, aunque me quedara con ganas de recorrer sus senderos impracticables por las obras y por las crecidas. Estaba lamentando mi mala suerte cuando apareció una mariposa azul grande como una mano y una especie de lorito de cresta gris cuyo nombre desconozco.
Sobre la teca de la pasarela, se posó un clarinero tan oscuro como un cuervo pero mucho más esbelto y de reflejos más azulados y los ojos de un verde claro, y sobre el agua del manglar había unos pollos de ibis blancos buscando con el pico crustáceos; tan abundantes en la isla, que también aquí tienen cangrejos violinistas; e insectos, tantos y tan variados como para colmar de felicidad a un entomólogo.
De haber sido posible, me hubiera quedado a pasar unos días en la isla antes de que terminen la conexión con la ciudad por un puente peatonal que está ya casi a punto de inaugurarse.
Aún estando permanentemente queriendo propagarse, se diría que a la Naturaleza no le gusta la comunicación, esa obsesión humana.
¿Qué es sino el mundo que una isla con la vida a la deriva?
Sólo hay una cosa que tengo clara, ahora que he regresado: quiero volver a la isla Santay, la más hermosa isla en el delta de un río que he pisado en mi vida.
Fuente: Lugar de Vida
Como a los marineros cuando estaban a doscientas leguas de las Indias, nos salieron a recibir los rabihorcados antes de atracar en la isla ecuatoriana de Santay.
Unos amables predicadores, ataviados con un niqui rojo, nos habían permitido acompañarles en el barco que zarpó del malecón de Guayaquil a las diez de la mañana para hacer primero una parada en otro punto del cauce del Guayas, donde cargar unas ventanas y varios tablones de madera para llevar a la isla, mientras desde otro bote descargaban los escombros de las obras en Santay, tal es el cuidado que están poniendo para hacer las viviendas de la pequeña comunidad que la habita y que hasta hace no mucho vivía en palafitos más rudimentarios.
El río Guayas, que aquí es ya un delta, llevaba el barro que la lluvia arrancó a la tierra los últimos días, por lo que bajaba, a toda velocidad, muy turbia y parda pero a la vez un poco rosada, delatando la salinidad del agua, y con esos lirios de agua flotando que parecen balsas verdes a la deriva con algunas flores malvas a bordo.
Tengo que reconocer que me emocioné cuando delante de nosotros aparecieron los rabihorcados, esas fragatas reales (Fregata magnificens) que salen en los documentales de las Galápagos, con sus esbeltas y oscuras alas que parecen tener codos, la hembra con el pecho blanco, y el macho muy rojo que, en época de reproducción, hincha como un globo. También había águilas pescadoras a las que trataban de piratear las fragatas la pesca delante de nuestros ojos.
Nada más desembarcar supe que estaba en un lugar privilegiado para la observación de la Naturaleza, donde aún no había llegado el turismo como a las Galápagos pero donde no me cabe duda que lo hará, por su cercanía a la ciudad, y por su riqueza natural: sólo en lo que a las aves se refiere, la isla Santay posee más de cien especies distintas en dos mil hectáreas de área, de las cuales más de la mitad es manglar, pero a su vez, con cinco especies distintas de mangles.
Todo riqueza y variedad, megabiodiversidad, por lo que siempre habrá que estar agradecidos a la comunidad de la isla Santay, de unos trescientos habitantes, quienes poseen tal profusión de niños que los tendales de las casas, de teca y de bambú, tienen, como si fueran banderitas de colores, su ropa al sol colgada, sobre el verdor de las palmeras y los bosques de cesalpinas entre cuyas ramas estaban construyendo su nido de barro, perfectamente tabicado para que los pollos tengan una habitación propia, los preciosos y anaranjados horneros.
También anaranjadas eran las libélulas que salieron al embarcadero a recibirnos a cientos con la Presidenta de la Comunidad Santay, Elsa, quien tan bien nos explicó todo lo que estaban haciendo en la isla para seguir viviendo allí con agua y con luz y con saneamiento, pero respetando a su vez la Naturaleza. Ojalá les vaya muy bien. Y siga siempre la isla tan hermosa como la he conocido, aunque me quedara con ganas de recorrer sus senderos impracticables por las obras y por las crecidas. Estaba lamentando mi mala suerte cuando apareció una mariposa azul grande como una mano y una especie de lorito de cresta gris cuyo nombre desconozco.
Sobre la teca de la pasarela, se posó un clarinero tan oscuro como un cuervo pero mucho más esbelto y de reflejos más azulados y los ojos de un verde claro, y sobre el agua del manglar había unos pollos de ibis blancos buscando con el pico crustáceos; tan abundantes en la isla, que también aquí tienen cangrejos violinistas; e insectos, tantos y tan variados como para colmar de felicidad a un entomólogo.
De haber sido posible, me hubiera quedado a pasar unos días en la isla antes de que terminen la conexión con la ciudad por un puente peatonal que está ya casi a punto de inaugurarse.
Aún estando permanentemente queriendo propagarse, se diría que a la Naturaleza no le gusta la comunicación, esa obsesión humana.
¿Qué es sino el mundo que una isla con la vida a la deriva?
Sólo hay una cosa que tengo clara, ahora que he regresado: quiero volver a la isla Santay, la más hermosa isla en el delta de un río que he pisado en mi vida.
Fuente: Lugar de Vida
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