Hay quienes dicen
que visitando su cementerio se puede conocer un poco más de la historia de un
pueblo, incluso poetas y viajeros han encontrado inspiración allí.
En la comunidad
mexicana de Pomuch, municipio de Hecelchakán en Campeche, sus habitantes llegan
al cementerio del pueblo, desentierran sus muertos, los bañan, limpian sus calaveras y luego las envuelven
en telas blancas finamente bordadas con hilos de vivos colores. Durante dos
días, niños hombres y mujeres los velan e incluso realizan una feria de pan.
Son las abuelas que bordan los paños blancos, que cada año deben ser renovados,
caso contrario los muertos no volverán. Una tradición que perdura.
En la comunidad
kichwa de Catacocha, provincia amazónica ecuatoriana de Pastaza los deudos del
difunto esperan tres días y dos noches alrededor de su cadáver, si durante ese
tiempo él o la fallecida no vuelve a la vida entonces lo llevan a la iglesia
para su despedida y enterramiento en el cementerio de su comunidad.
En el norte grande
de Chile cada año y durante cuatro días los familiares de sus muertos llegan al
cementerio local hacen altares que los llenan de comida, bebida y regalos.
Pero los cementerios
han sido también objetivo de guerras en la conquista de territorios y
civilizaciones. Cuando los Barbaros invadieron Italia, saquearon y destruyeron
catacumbas, de esa manera conquistada la tierra, al no quedar ancestros que
visitar todos los que huyeron no regresaron nunca más. No hace mucho tiempo en
la cruenta guerra de los Balcanes los cementerios de Bosnia fueron arrasados a
fin de eliminar de la memoria de un
pueblo el recuerdo de sus antepasados.
La jurisprudencia de
los Derechos Humanos establece la legalidad y derecho de las comunidades a que
sus cementerios ancestrales sean reconocidos y respetados estableciendo una
conexión intima entre territorio tradicional, religión y parentesco familiar.
La difunta
Claudina, dejó su amada isla en un bote rumbo al cementerio de Duran y allí quedará en el olvido
como sucedió con muchos otros de los suyos.
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